HAN DICHO...

"MEDIOCRE SOCIEDAD"

Una de las grandes obras de Ibsen, Realista, chejoviana en cierto modo (su parecido con "La gaviota" es notable) que pinta una sociedad burguesa mediocre a través de un personaje, Hedda Gabler, hija de un general,artificiosa, despreciativa, con notas de perversidad destructiva de los otros, a la vez independiente, altanera y frágil.

A su lado, un marido ratón de biblioteca, rutinario y aburrido, un escritor e investigador de talento autodestructivo, una mujer víctima de un matrimonio absurdo, Tora, abnegada e ingenua, un juez chantajista y la tía de Jorge, el esposo de Hedda, representante de una genereción sacrificada y corta.

Representación que reduce el texto a hora y media de duración, y una puesta en escena esteticista. Doble escenario con un fondo en el que se sumergen y surgen los personajes. Un piano para crear atmósfera espués de cada acto, la imágen de un árbol y unos cortinones, y la luz fijando laos personajes en el espacio.

Gestualidad variada, más allá del naturalismo inmediato. Por todo ello, con el trabajo profesional de los actores, asemeja esta versión un ritual mortuorio, que tal vez impide una organicidad realista. Diferenta de las "Hedda Gabler" que he visto, tanto desde ese elegante montaje como desde una personalísima interpretación de Cayetana Guillén y seis compañeros, muy aplaudidos al final.

Fernando Herrero

El norte de Castilla

07/11/15

"ASFIXIADA ENTRE HOMBRES"

"Eso no se hace" y "mortalmente aburrida" son las expresiones que describen el espíritu de Hedda Gabler (1891). La hija del general se ha casado con quien no ama, no soporta su vida encorsetada en un mundo de hombres donde estos escriben las leyes que las juzgarán. Entre tanto, se distraen manipulando, influyendo o sugiriendo mientras se inmiscuyen en las vidas de cuantos le rodean.

El realismo de Ibsen marcó al público de sus obras, rompiendo esquemas del siglo XIX para transmitir al espectador conceptos tan relevantes como la situación de la mujer o la necesidad de ser fiel a uno mismo.  Si en "Casa de Muñecas" (1879) muestra la cara más adorable de la frustrada mujer de aquella época, Hedda es frialdad, consumida por la cobardía, escondida tras vestidos de satén y maquillaje. Su excesiva atención a su belleza, siempre perfecta, denota su vacío interior, su soledad en compañía, la nada que la devora. 

Bien dirigida por Vasco, Guillén Cuervo exhibe una interpretación comedida en sincronía con un trabajo coral respetuoso con el realismo del autor noruego. El minimalismo escenográfico de Carolina González realza el esquema, sólo ormamentado por el exquisito vestuario de Lorenzo Caprile, la iluminación de Miguel Ángel  Camacho, y las piezas de Ángel Galán al piano de Jorge Bedoya. Resulta sencillo adentrarse en este universo, por desgracia algo real todavía para algunas mujeres aún en silencio en pleno siglo XXI, mascullando sentimientos reprimidos, pensamientos incapaces de ser liberados por puro miedo. Es entonces cuando ese lado oscuro puede presentarse como le ocurre a todo animal acorralado, como le ocurre a Hedda.

 

Lara Martínez Martínez

ABC, Sevilla

23/10/2015

«HEDDA GABLER»: BELLEZA CAPRICHOSA

Hedda es un drama en sí misma, al margen de desarrollos o acontecimientos. Es el via crucis de todo ser humano, hombre o mujer, encerrado en una vida que detesta. El problema es que Henrik Ibsen hizo un más difícil todavía. A Nora, de «Casa de muñecas», es fácil acercarse con empatía, pese a su dolorosa decisión final. A Ellida, la protagonista de «La dama del mar», más aún. Pero la insatisfacción de Hedda, casada con un hombre al que no ama, a su vez porque él no ama más que a sus estudios, así como los hechos que generará, son fruto del capricho y el juego. Estoy juzgando, me dirán, pero resulta imposible no hacerlo. Si no fuera por los hermosos diálogos, la perfecta estructura y el gran teatro que destila la escritura de Ibsen, la construcción de personajes y el conflicto planteado dejarían al espectador tan frío como el carácter de sus criaturas, hijos inevitables del clima nórdico. Hedda, la hija del general Gabler, la más deseada, ha acabado con Tesman, el erudito plasta incapaz de darse cuenta de que convive con una vela que a duras penas contiene a su llama, una hembra aburrida y ambiciosa. Pero Hedda es una mujer con pasado convertido en presente y llamado Lovborg, su antiguo amante y posible competencia profesional de su esposo por un puesto clave, y Brack, su pretendiente más incisivo, el otro hombre capaz de ver a través de ella. Se dicen muchas cosas en «Hedda Gabler» con insinuaciones y medias frases, siempre guardando las distancias. Al final, Ibsen opta por hacer de Hedda la dudosa mártir de un desenlace innecesario: ¿la decidida Hedda se inmolaría para proteger el ya de por sí dañado honor de un ex amante fallecido? ¿Lo haría con tal de no caer en las garras de Brack, con quien lleva jugando toda la obra? Poco creíble. Y, en todo caso, es la cosecha de lo sembrado.

En cualquier caso, Eduardo Vasco ha captado de forma ajustada la matemática poética del texto y las barreras que se imponen entre sí estos seres atribulados. Su puesta en escena es de una belleza gélida: un suelo oscuro brillante, un fondo amplio y diáfano seccionado tan sólo por un telón de líneas rectas y las notas de un piano, único mobiliario, y un vestuario de época de Lorenzo Caprile que convierte a Hedda en una Dorian Gray, un ser luminoso al comienzo, de blanco puro, que va a sumiendo capas de oscuridad, pero elegante y hermosa siempre. Vasco pasa de la gran tragedia de Camus «El malentendido» –su anterior montaje en el CDN– al drama social con idénticos protagonistas. Y Cayetana Guillén Cuervo hace de ella la criatura frívola e inteligente que es con tablas y talento. Ernesto Arias es un Tesman tan alelado como lo dibuja Ibsen. Ambos están bien, aunque, quizá por los propios personajes, más arrebatados, con más posibilidades, me gustaron más en «El malentendido». Jacobo Dicenta tiene un punto canalla muy divertido como Brack, y José Luis Alcobendas sabe darle la exacta ironía y mala vida a Lovborg. Muy convincentes Verónika Moral en el difícil papel de mosquita muerta que es Thea, y Charo Amador como la Tía Julia.

 

Miguel Ayanz

La razón

08/05/2015

PASIONES TÓXICAS Y CONGELADAS

Hedda Gabler admite varias lecturas, dos fundamentales y antagónicas: radicalización o congelación de las pasiones. Eduardo Vasco opta por esta última a la vez que carga el ambiente de un tenebrismo sombrío. El tenebrismo, cuando dirigía la CTCN, le dio a Vasco buenos resultados. Aquí los personajes, cuando no actúan, permanecen al fondo, como estatuas de un mundo fantasmal; en escena los maneja con precisión en exactas y perfectas simetrías.

Elegido este camino, Cayetana Guillén Cuervo está impecable. Hedda, elegantemente vestida por Caprile, parece siempre a punto de ir a una fiesta. La única que se le ofrece es una reunión en casa del juez Brack a la que no acude. La actriz ha de medirse en varios frentes; el más doloroso, la herida abierta de Eilert Lovborg, un sabio enamorado y atormentado. José Luis Alcobendas, muy contenido, hubiera podido dinamitar la precaria armonía de conjunto, pues el personaje se presta a ello. Luego, está la torva doblez de Jacobo Dicenta en el taimado juez Bradk y la candidez de Ernesto Arias, demediado entre el amor, la generosidad, el fracaso y la mala conciencia. Hasta la tía Julia Tesman, un papel menor (Charo Amador), obliga a Cayetana a otro desdoblamiento.

Un presente impecable y un pasado menos ejemplar de lo que correspondería a una mujer de su posición; la burguesita hija de un general. En el fondo Hedda es una niña pija devenida en sacerdotisa de sucesivas catástrofes. Es un pecado que apenas fue y que ya nunca será; una condenada. Y aparecen los fantasmas que amenazan la posición alcanzada de acuerdo con su rango. De pronto se ve atrapada por sus recuerdos, por un secreto deshonor y por la ruina económica. Ibsen tiene una excelsa capacidad como creador de personajes femeninos que no pueden escapar al poder de los hombres; Nora, de 'Casa de muñecas' y Hedda. El portazo de Nora es equiparable al pistoletazo de Hedda. Entre esos dos gestos, uno de ellos sin esperanza, transita buena parte de la moderna ética de la liberación de la mujer.

Para Lou Andreas-Salomé, Thea Elvsted es un personaje clave en la dramaturgia 'ibseniana'; crece y crece, tanto por su propia naturaleza como por la interpretación de Verónika Moral. Ella es la verdadera y abnegada libertad frente a la mezquindad de Hedda, redimida por el gesto supremo que exigía a Eilert Lovborg.

La confrontación con sus fantasmas lujuriosos convierten a Hedda en una vestal de hielo. El pasado es una amenaza y el futuro una incertidumbre. Ese incendio a punto de extinguirse, Cayetana Guillén lo convierte en cenizas, apenas un rescoldo tóxico que la congela. Su imagen sensual, tentadora, contrasta con su incapacidad de amar por la certeza de que todo lo que roza en la vida queda condenado.

 

Javier Villán

El Mundo

26/04/2015

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